La visión mexicana de la muerte se entrelaza íntimamente con la vida, una herencia que se remonta a las culturas prehispánicas donde la muerte simbolizaba una transición hacia lo eterno. En el arte antiguo de México, las representaciones de la vida y la muerte se fusionan de manera conmovedora, recordando que morir es un paso necesario para renacer con renovada vitalidad.
Las calaveras adornan los muros de pirámides, templos, relieves, alfarería, joyería y códices, como testimonio tangible de esta profunda conexión entre la vida y la muerte. Incluso la emblemática escultura de la Coatlicue, la diosa azteca de la Tierra y la Vida, lleva consigo la máscara de la muerte, destacando su omnipresencia en el arte ancestral.
En la actualidad, el Día de Muertos se transforma en una celebración festiva donde los vivos honran a sus difuntos, reconociendo que estos les dieron vida. Los altares y ofrendas, que varían según los recursos naturales y los gustos individuales de cada difunto, se convierten en escenarios de afecto y recuerdo.
Para los niños difuntos, los artistas populares desatan su imaginación en los juguetes «de muertos» y en figuras de cartón y azúcar, representando manjares, calaveras y animales. José Guadalupe Posada, el renombrado grabador de Aguascalientes, enriqueció esta tradición al dar vida a sus «calaveras», que reflejan los oficios cotidianos, y al crear la icónica calavera catrina, que perdura como símbolo de la muerte con elegancia y humor.
El arte popular mexicano, impregnado de esta profunda relación con la muerte, refleja la manera en que la cultura abraza la dualidad de la vida y la muerte, transformando el duelo en celebración y recordando que la muerte no es el fin, sino parte esencial de la existencia humana.